Especial de Amor y Amistad
Por Víctor Menco Haeckermann
Al ver una
famosa comedia romántica (“Orgullo y prejuicio”) que muestra la manera de
conseguir pareja en la sociedad londinense del siglo XVIII, no queda más que
espantarse. El protocolo al que se someten el pretendiente y la pretendida
resultaría para el joven de hoy totalmente desesperante. Francamente casi nadie
se animaría a tener que ir a la casa de la mamá de cinco hijas a escoger la que
más le guste, conversar con ella entre dientes en plena reunión familiar,
bailar a distancia de medio metro una danza que parece de momias, y finalmente
pedir la mano de la chica sin conocerla a fondo.
Este es solo
un ejemplo que nos habla de la evolución (o involución, según otros) que han tenido
las relaciones de pareja a través de los años. Es cierto que en todas las
épocas ha habido parejas conservadoras y liberales (en “Orgullo y prejuicio” vemos
que una de las hijas se escapa con un indeseable), pero habrá que distinguir la
excepción y la regla. Las sociedades antiguas llenaban todo de normas: la
guerra, el comportamiento, la amistad y por supuesto, el amor. Por fortuna
nuestra, hoy día ya no es tan así, al menos en Occidente.
A través de
la Historia vemos, por ejemplo, que la diferencia de edad, en la que el hombre
debía ser mayor que la mujer, era muy importante, algo que con el paso del
tiempo se ha ido equilibrando, y en algunos casos, invirtiendo. Además, el
hombre debía entrar por la puerta principal, que eran los padres, y acceder de
manera muy dosificada al cariño de la chica. Ahora, si bien es cierto el papel
de los padres sigue activo, lo que ocurre a menudo es que la pareja les
comunica sus progenitores una decisión tomada.
Aunque muchas
parejas provenían de matrimonios por conveniencia, es sorprendente ver casos de
la antigüedad con más sentido común que los de la actualidad. En nuestra
sociedad caribeña, casi todos conocemos a alguna señora que tuvo que aceptar
que los papás escogieran el hombre para ella. Pero muy pocos examinamos la historia
de Rebeca en la Biblia, que, pretendida por la familia de Isaac, tiene la
última palabra de si se casa o no con este hombre que no conoce pero que Dios
le mostró por medio de señales. Tanto Abraham, el padre de Isaac, como los
padres de Rebeca dejan abierta la posibilidad de una negativa, pero al fin la
chica, tras un cruce de opiniones, decide aceptar. ¡Y la historia está en el
libro de Génesis, el cual data del 450 a. C! La parte más romántica
sucede cuando, sin haber visto nunca a Isaac, ella se interesa por un hombre
que ve a lo lejos y le pregunta por él al siervo de Isaac, y este le responde
que es su prometido.
Acuerdan encontrarse en ese árbol que está junto a aquella tienda, y vestirse con determinada ropa de tal color para que sean reconocibles desde lejos y no haya pierde. Porque en el amor ningún detalle está demás.
De
manera mucho más reciente y detallada uno se entera de las anécdotas de la
generación anterior a la nuestra. “¿Cómo se conocieron?”, suelen preguntarle a las
parejas adultas o de la tercera edad en las reuniones familiares. Normalmente
el relato se trata de una hazaña, que empieza cuando el joven la ve pasar un
domingo camino a la misa y queda flechado. Luego vienen los recados y cartas
con las primas o amigas, alguna cita escondida debajo de un árbol aprovechando
un mandado que debía hacer ella, y las negativas de ella para que él no piense
que es una chica fácil. ¡Vaya, que Rebeca fue más directa!
Acto
seguido, en dicha historia, viene el permiso que pide el pretendiente para
visitarla y ser su novio formal. Los padres, y, a veces también los abuelos,
examinan al joven desde su aspecto hasta su apellido y, si les cae bien, le
permiten visitarla a determinadas horas, por determinado tiempo, y en la sala,
pero con la puerta abierta.
Después
de haberse ganado la confianza de los mayores, vienen las salidas al parque, o
a otro lugar donde evidentemente haya bastante gente. Pero estas citas no se
apartan con celulares unas cuantas horas antes. Nada de que “yo te timbro
cuando esté llegando y te busco”. En esta historia todo es a punta de palabra.
Los enamorados pactan la cita tal vez con dos días de anticipación y
personalmente. Acuerdan encontrarse en ese árbol que está junto a aquella tienda,
y vestirse con determinada ropa de tal color para que sean reconocibles desde
lejos y no haya pierde. Porque en el amor ningún detalle está demás.
Pero
las parejas de la generación de nuestros padres se sorprenden igualmente al
conocer las historias de ahora: Un señor de unos 50 años asiste a la fiesta de
grado de bachiller de su hija y observa que de repente ella interrumpe la
conversación, se levanta de la mesa y acude a la pista de baile. “¿Qué va a
hacer? ¿Irá a bailar sola?”, piensa el papá. No. Un joven que él nunca ha visto
aparece de la nada por el otro extremo de la pista, entre las demás parejas, la
toma por la cintura y comienza a bailar con ella. Como si fuera poco, luego de
estar bailando se lee en los labios un: “Mucho gusto”.
“¿Qué
fue eso, telepatía?”, se pregunta el viejo. Desconoce que ahora el chico que
quiere sacar a bailar a una chica sólo debe mirarla fijamente a los ojos hasta
captar su atención y señalarle la pista con un movimiento de cabeza. Y cuando se
entera por boca de su hija del nuevo “modus operandi” para
abrazar-bailar-conocer, el pobre señor debe resignarse a la muerte de aquella
costumbre de ir hasta donde está la joven sentada y extender la mano (y ni
hablar de aquella práctica rural en la que el caballero debía tomar un papel
donde se indicaba el turno para bailar con la dama pretendida una sola pieza).
Aunque
aún hay parejas jóvenes contraculturales, que abogan por pedir el consejo y la
bendición de los padres, a los señores que se sorprenden ante estos nuevos
comportamientos sólo resta decirles: Bienvenidos al mundo postmoderno, donde las
decisiones son tan individuales, tan personales, como el teléfono móvil y el
computador. Donde tener o no tener pareja es un asunto que no depende de
terceros, que se sufre y se gana a mérito propio. Un avance de nuestro tiempo, si
tenemos en cuenta que se gana independencia, privacidad y seguridad, y se
construye un núcleo familiar lejos de las famosas suegras entrometidas; pero
que se convierte en un éxito relativo, si no se sabe llevar, si se convierte en
un aislamiento total.
Más
allá del ámbito estrictamente romántico, resulta frustrante para muchos
matrimonios experimentados, y padres en general, ver que sus hijos no les
participen de sus asuntos. De ahí que no sea raro encontrar quejas como la
siguiente: “La juventud actual ama el lujo, es maliciosa, es malcriada, se
burla de la autoridad y no tiene ningún respeto por los mayores. Nuestros
muchachos de hoy son unos tiranos, que no se levantan cuando un anciano entra a
alguna parte, que responden con altanería a sus padres y se complacen en ser
gentes de mala fe”. Y pensar que lo anterior fue escrito por Sócrates en
el siglo IV antes de Cristo. Y pensar que algún día los “muchachos de hoy” lo repetirán
en un mañana.
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