La inicialmente bautizada “Ciudad de los Santos Reyes del Valle del Cacique Upar” (debido a que fue fundada el día de los Reyes Magos), es hoy una capital que, aunque pequeña, da muestras de ser muy organizada y pujante. He aquí una crónica de inmersión en los sentimientos de los valduparenses y el río Guatapurí.
Por Víctor Menco Haeckermann
Llego a Valledupar un sábado cálido y tranquilo. Rumbo al hotel,
no puedo dejar de admirar su capacidad de planificación. A pesar de ser una
ciudad pequeña, en comparación con otras capitales del Caribe colombiano, su
diseño urbanístico es envidiable. Sobre este valle esplendorosamente
arborizado, se abren paso avenidas en forma de rectas, que se intercomunican a
través de glorietas en las que se alzan monumentos gigantes, como una red que
se expande al ritmo acelerado en que crece la ciudad.
Hace unos pocos años no había muchas opciones
de entretenimiento y desarrollo para los valduparenses. Hoy, el casco urbano
tiene alrededor de 350 mil habitantes y es una de las ciudades más seguras y económicas de
Colombia: cuenta con un centro comercial de gran
proyección, una megabiblioteca, extensas zonas residenciales de interés social,
un sector industrial lechero, y sofisticados hoteles en los que nativos y
extranjeros disfrutan por igual de comodidades y esparcimiento. En uno de estos
hoteles mis amigos me brindan hospedaje.
Al entrar a mi habitación, recibo uno de los
regalos más inolvidables que puede dar la Capital del Cesar: una vista
panorámica en la que se conjugan el centro histórico, la ciudad geométrica y un
anillo de montañas humeantes. Entre esas montañas, sobresale a lo lejos la
majestuosa Sierra Nevada de Santa Marta, tan sólo visible cuando la neblina
disminuye.
Cuando abro el grifo del lavamanos, como de
cualquier otra parte, recibo el sello distintivo de esta tierra, que consiste
en degustar (¡o sufrir!) el agua fría que sale del grifo al lavarse las manos o
al bañarse; eso sí, después de haberse reposado de las altas temperaturas que
someten al valle durante todo el año, las cuales pueden alcanzar los 35° C. El fenómeno ocurre gracias al agua que desciende de la
Sierra Nevada (la montaña junto al mar más alta del mundo), pasando por todos
los pisos térmicos, hasta el río Guatapurí, desde donde es llevada por las
tuberías hasta las casas, hoteles, plazas, locales comerciales, etc.
Afortunadamente, la piscina del hotel tiene un ‘jacuzzi’, para los que no estamos acostumbrados al agua fría o para los que desean un cambio de sensación. Aquí me encuentro con varios nativos que llegan al hotel precisamente buscando alternativas de distracción. Unos jóvenes me dicen que han venido porque ya están cansados de ir al río todos los fines de semana. De modo que prefieren venir al hotel o irse, como muchos otros, a las playas de Santa Marta, debido a su cercanía.
Por su parte, una señora me dice que no le gusta el río, que prefiere la piscina y el ‘jacuzzi’ del hotel. Le pregunto por qué y me confiesa que le trae malos recuerdos porque allí murió su hijo, al caerse de un despeñadero junto al río. No es la única historia que he escuchado de este tipo. Por eso, siempre se les recomienda a los visitantes bañarse cerca de la orilla cuando el río está crecido, ya que sólo los nadadores que conocen cada recoveco del río están en la capacidad de hacerlo; y, sobre todo, no imitar el comportamiento de los jóvenes imprudentes que se lanzan desde las montañas rocosas o desde los puentes que lo atraviesan.
“He visto el río Guatapurí”
La sensación de estar en el Valle de Upar no es completa si uno no va al propio río, el cual recorre la margen izquierda de la ciudad. Por ello, el domingo bien temprano, me dispongo a ir con unos amigos. Pasan a recogerme en un taxi que vibra a punta de vallenato, la música de acordeón que recorrió Colombia de la mano de Escalona, y el mundo entero en la voz de Carlos Vives. La misma que García Márquez ha hecho famosa al decir que su novela Cien años de soledad “es un vallenato de 400 páginas”.
Es imposible no volver a disfrutar el verde de Valledupar mientras llegamos al lugar deseado. Cada casa tiene un árbol plantado al frente, por lo que es común ver mangos regados en las aceras. Los separadores de las avenidas son bosques en línea recta, bajo cuya sombra se refrescan carros y transeúntes. Sí, porque lo que hay en esta ciudad son caminantes, quienes, acostumbrados a las antiguas latitudes, aún tienen la idea de que todo “está cerca”, y claro, cuando menos te das cuenta, ya te han puesto a caminar varios kilómetros, como me ha sucedido en visitas anteriores.
Aprovecho para decirle al taxista que nos dé un paseo por algunos sitios de interés, como las plazas, los monumentos, y, por supuesto, la Casa Indígena. En su entrada, observamos a los indígenas arhuacos frotando con un palito el característico ‘poporo’ (como alusión al sexo), que consiste en un calabacito donde mezclan conchas de mar molida y hojas de coca, que luego mascan permanentemente.
Para llegar al Guatapurí hay dos vías de acceso: la principal, reconocible por un puente de cemento del que los jóvenes más osados se lanzan al río, junto a la estatua de la Sirena; y la otra: en la parte inferior de la ciudad, que es por donde nos adentramos ahora. En obediencia a ese espíritu geométrico de Valledupar, arribamos al Eco-Parque Lineal, llamado así por ir paralelo al río. Aunque apenas está en desarrollo, está compuesto de ciclorutas, extensas zonas verdes y parques de diversiones, al que acuden propios y extraños con el fin de pasar un rato agradable con sus seres queridos. También se brinda el servicio de comidas, que son de una variedad sorprendente, si se sabe que Valledupar, en pleno corazón del Caribe, ha estado influenciada por migraciones de Norte de Santander, Bogotá, Tunja, Tolima, La Guajira, Venezuela, entre otras.
De madrugada, grupos de jóvenes vienen a parquear carros en esta vía, con música a todo volumen luego de que han cerrado las discotecas. Cruzando la carretera, frente al Parque Lineal, se puede apreciar el Parque de la Leyenda Vallenata, escenario del festival que lleva el mismo nombre (de gran auge turístico), y el Parque del Helado, que abren al público sólo en la época del festival, la última semana de abril.
Por fin nos acercamos al mítico río, y puedo decir, como en la canción vallenata de Jorge Celedón: “He visto el río Guatapurí besando su Valledupar”. Pero este beso de ahora es apasionado, con olas que avanzan a gran velocidad y atemorizan a los bañistas. Sólo un grupo de jóvenes desafía la creciente, siendo arrastrados sobre neumáticos que alquilan río arriba. Los demás visitantes conversan alegremente sentados en sillas y se bañan junto a la orilla. Desde allí distinguimos el nuevo “Puente Colgante”, una estructura de metal que ha remplazado un puente de cuerdas y madera.
Al preguntarles a mis amigos el porqué de la fiereza del río en un día tan tranquilo como hoy, me responden que llueve en la Sierra. Es una lástima haber venido en invierno, pero no por eso dejo de darme un chapuzón en el río, siguiendo las indicaciones de no alejarme de la orilla y no intentar flotar o nadar. Al meter los pies, mis amigos y yo podemos sentir la fuerza del río, que nos invita a su centro. Además, con nuestra piel enrojecida comprobamos por qué el significado de ‘Guatapurí’ en chimila es “Agua Fría”.
La otra orilla aún continúa prácticamente indomable, haciendo gala de montañas escarpadas y vegetación exuberante. A lo largo de esa margen solitaria, podemos ver la estatua de la Sirena de Hurtado (que recrea la historia de una mujer convertida en sirena tras violar la prohibición de no bañarse un Viernes Santo), algunos riachuelos que caen de las montañas como pequeñas cascadas, y una pareja de novios que se ha atrevido a cruzar la creciente, en busca de un beso en privado. Esta última escena confirma que aquella canción de Celedón es más que una leyenda vallenata: Yo también he visto.
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