Crónica: Ilusiones de barro

Crónica sobre los niños de una 'invasión' en Cartagena

Por Victor Menco-Haeckermann

En esta crónica no hay canciones tristes, no hay violines de fondo que conmuevan los corazones de quienes la leen. De hecho, no hay fotografías de casas en ruinas que inspiren lástima. Porque, ¿para qué una más? ¿Para qué tomar la foto de una realidad que todos conocemos, si su impresión va a durar sólo el momento en que usted ojee estas páginas? Es cierto que una imagen dice más que mil palabras, pero a menudo no dice lo que tiene que decir. Mejor haga un poco de esfuerzo, usted, que lee esto, e imagínese que ha llegado a la frontera de la ciudad. ¿Sabe dónde se acaba Cartagena? Allí donde el pavimento se termina, donde está la última estación de Policía, por donde ningún vehículo pasa porque las calles parecen lagunas. Estamos, en definitiva, adentrándonos en Olaya Herrera, uno de los barrios más extensos de la Cuidad.

Hemos llegado una fría mañana de sábado para hacer el cubrimiento periodístico de la labor que en este barrio realiza una ONG internacional. En la sede de la entidad, un funcionario de la misma me presenta, y, sin perder más tiempo, emprendemos la marcha que nos llevará hasta lo más profundo del barrio, hasta la ciénaga. La calle por la que entramos está ligeramente inclinada, y las canaletas a lado y lado desplazan el agua lluvia que había estado cayendo hasta hace pocas horas: son dos líneas negras sobre las cuales se tienden pequeños puentes que les permiten a los habitantes salir de sus casas a la calle. Pero a medida que avanza, el camino se hace más intransitable. Las casas de concreto se acaban y surgen caseríos improvisados con latones y pedazos de madera. Las canaletas se hacen cada vez más anchas, se entrecruzan con el fango, el barro y las aguas estancadas. Incluso nos toca atravesar tramos en los que las canaletas se desbordan en mitad de la calle y forman un gran espejo de agua gris donde se mira el barrio. Entonces, como si se tratara de una prueba de equilibrio, hacemos todo lo posible por andar sobre las piedras que los moradores del sector han puesto en fila.
Cada uno de nosotros sigue los pasos de quien tiene al frente, con prontitud. Nadie puede hacer pausa; si alguno lo hace, detiene el paso de los que vienen detrás. Sin descuidar del todo las pisadas, levanto la cabeza, y en el horizonte aparece la ciénaga. Una vez nos aproximamos a la orilla, doblamos a la derecha entre trochas llenas de escombros hasta que arribamos al sector de Calle Nueva: como su nombre lo indica, una nueva población, una “invasión”. Está conformada por ‘desplazados’, la mayoría de los departamentos de Bolívar, Chocó, Córdoba (indígenas, sobre todo) y Antioquia; aunque también hay familias conformadas, por ejemplo, de un hombre cartagenero y una mujer ‘desplazada por la violencia’, quienes con la ilusión de formar un hogar terminaron aquí. También escucho hablar de un nuevo barrio al que le dicen “Somalia”, por el parecido con el país africano en cuanto a la desnutrición y el abandono.
El trabajo de la ONG consiste en hacer un estudio socioeconómico no dirigido, es decir, que no se plantee por anticipado cuáles son los problemas que tienen los habitantes de Olaya, sino que muestre su condición real. Y para esto se han diseñado unas encuestas que pueden durar hasta dos días por vivienda. Con todo, los problemas saltan a la vista. Rafael Salcedo, uno de los coordinadores del proyecto, me invita a detenernos en una esquina del barrio para charlar, pero allí nunca se está solo por completo:
–Buenos días –dice una señora que viene a nuestro encuentro.
–Buenos días –respondemos.
–¿Ustedes son los de la ONG?–nos pregunta la señora.
–Sí.
–Pero a mi casa no han ido –reclama con un tono muy amable.
–Por allá iremos –afirma el coordinador del proyecto–, no se preocupe.
La señora se marcha complacida y Rafael me comenta que, como he podio ver, los habitantes están ilusionados. Por primera vez sienten que el proyecto no viene ni de los políticos, ni del Gobierno, ni de los prestamistas, ni de nadie que quiera utilizarlos, y que les están dando la importancia que se merecen. Sus palabras me dicen lo mismo que observo: ojos asomados en las ventanas y puertas de las casas, esperando que alguien llegue a visitarlos.
–¿Ves ese poste que está allí? –me pregunta Rafael–. De él toman la luz, utilizando estos cables –y señala algunos de ellos sostenidos sobre cruces de madera–. Pero no se la roban. Hay un contador comunitario (un macro–medidor) que registra el consumo, y al final del mes reúnen el dinero entre todos para pagarla. Las cuotas van de 5.000 a 10.000 pesos por vivienda. Lo mismo pasa con el agua –Rafael me enseña unos tubos que sobresalen de la tierra–. Alcantarillado sí no hay.
El alcantarillado, me dice, son las canaletas y las pozas de agua estancada que se forman en los patios; aunque algunos prefrieren arrojar sus deposiciones a la ciénaga. El problema más grave surge cuando la ciénaga se desborda con la lluvia o con la marea alta y todo lo que han echado se regresa. El nivel del agua alcanza hasta 70 centímetros, suficiente para tapar a un niño.
Caminamos hasta las últimas viviendas que han construido en la playa de la ciénaga. Frente a una de ellas nos detenemos. Rafael saluda amablemente a su propietaria y me presenta ante ella. La señora, ‘desplazada por la violencia’ de Acandí (Chocó), nos invita a pasar y a sentarnos.
–Tranquila, puedo sentarme aquí –le digo al ver que hay unas sillas en el frente de su casa–. Acá también hace sombra y puedo tomar fresco.
–¡Ah! Disculpe, es que en estos momentos no tengo dinero para comprarle un refresco. Pero puedo hacerle un tinto.
–¡No! –­le digo en mi afán de corregir mi error–. Quise decir que prefiero aprovechar la brisa que está pegando y tomar el aire fresco.
Ella sonríe con una sonrisa tan inmensa como la ciénaga.
–Mi marido está en las playas de Bocagrande, vendiendo artesanías –le dice a Rafael, mientras prepara el tinto–. Él hace figuras en madera –dice, dirigiéndose a mí.
–Y se inspira viendo los animales de la ciénaga –apunta Rafael.
–Sí –dice ella–, hace peces, pájaros… ¡Mariamulatas! –agrega como si se acordara de repente–.
–¿Esos son patos, cierto? –le pregunto al escuchar el graznido que proviene de unos matorrales–.
–Sí. Pero los cangrejos son los que más me incomodan –me invita a que me asome al interior de la casa para que vea cómo caminan por la sala–. Yo los saco, y cuando vengo a ver se meten otra vez. A mí casi no me gusta que estén acá adentro –dice como si les suplicara, y regresa al fogón.
Mientras echa el azúcar al tinto, esta señora, que se lamenta de no haber podido ir al entierro de su madre en el pueblo, recuerda una anécdota graciosa: Una vez recogió de la ciénaga un tronco que pretendía utilizar para avivar las llamas del fogón. Pero al menor descuido que tuvo, su marido convirtió el tronco en un pájaro.
–Él es muy rápido –dice entre risas –, por eso tengo que estar pendiente.
Luego del tinto, nos despedimos, y yo sigo a Rafael y al resto del personal en su día de trabajo. Una visita tras otra. Problemas puntuales: Además de la mujer del artesano que cree que las piezas de su esposo se venderían más si tuviera un barniz que echarles, está una de las pocas chicas con título de bachiller en busca de empleo como auxiliar doméstica ahora que su pareja la ha abandonado dejándole dos hijos; una familia a la que le han subido la cuota de luz porque le descubrieron un televisor que tenía escondido, otra que necesita un préstamo para hacer crecer su microempresa de butifarras; una familia paisa que no ha podido hacer sus arepas porque no tiene molino; una “niña especial” a la que “las fundaciones le han negado ayuda por no ser “normal”; un niño a quien le han operado en varias ocasiones un lunar que le sangra cuando se estresa; otro pequeño al que los doctores le han diagnosticado una delicada enfermedad del corazón y le han prohibido llorar por temor a que empeore; un comedor comunitario para niños al lado de un canal de aguas residuales; la necesidad de buscar los escombros de las construcciones para rellenar las calles que día tras día se hunden por la proximidad de la ciénaga; una señora a la que una fundación le ha donado para su microempresa una lavadora que no puede usar porque cuando pone a secar las prendas en el patio se las roban; los niños que se quejan de un señor que se les acercó ofreciéndoles dinero a cambio de verlos desnudos, luchas entre pandillas, etc. Y la situación más grave: Muchas personas a las que la vida se les partió en dos, en un “aquí” lleno de necesidades y un “allá” al que no piensan volver.
–El Gobierno no invierte en este sector porque es zona de alto riesgo –prosigue Rafael–, pero ni siquiera contempla la posibilidad de proveerlos de casas desarmables, o algo por estilo.
Dicho esto, mi mente viaja hasta Holanda, país que ha adoptado las medidas de ubicar casas flotantes sobre el mar. Vuelvo a la realidad:
–¿Y acá hay colegios? ¿Centros de cultura, de recreación? –le pregunto a Rafael.
–Colegio lo que se dice colegio, no. Hay una fundación sin ánimo de lucro que se encarga de darles clases a los niños. Pero si preguntas por parques donde juegan los niños, es allí.
–¿Dónde?
–Allí.
Rafael me señala un tramo al fondo de la calle que está lleno de barro. Hay al menos unos 10 niños en cuclillas. Para no perturbarlos, nos aproximamos guardando silencio. Lo primero que distingo son palos de escoba, rotos. No quiero ser imprudente, así que, en lugar de preguntar tanto, prefiero suponer que los utilizan como ‘caballitos de palo’. Pero lo que más despierta mi interés son las figuras de barro que diseñan con sus manos. Uno de los niños hace volar un avión que él mismo ha hecho con una habilidad sorprendente. “¡Cuidado me pisas mi yate!”, le advierte a una amiguita suya que se esmera en hacer un comedor con cuatro sillas. Al acercarme más, logro ver que sobre la niña ha puesto sobre el comedor un frutero rebosante que sin querer se hace metáfora de un mundo soñado. Otros no son tan diestros haciendo las figuritas de barro, pero aún les queda la imaginación:
–¿Qué es eso?–le pregunta, incrédulo, un niño a otro.
–Es un celular.
–No parece.
–Si no te gusta, hazte el tuyo.
–Bueno, hago el mío –introduce las manitas en el barro, desprende un pedazo y luego lo amasa, como haciendo una arepa–. Vas a ver, me va a quedar mejor que el tuyo.
Apenas terminan alguna de sus creaciones, van corriendo a mostrárselas a sus padres.
El que ni siquiera puede jugar con barro es Andrés, un niño de apenas un año de edad, hijo de un matrimonio paisa que hace siete meses decidió venir a Cartagena en busca de mejores oportunidades. Y no puede andar en la calle porque su mamá no quiere que contraiga una enfermedad. Sólo las hermanas de Andrés, un tanto mayores que él, salen a jugar. A esta vivienda hemos llegado porque Isaac, el hermano de Rafael, está haciendo el estudio respectivo. La mamá de Andrés está con un ojo sobre nosotros y otro sobre su hijito. Como niño que es, toma cuanta cosa se encuentre. La inquietud del pequeño lo lleva a tomar un martillo que ella le quita de inmediato, pero él no se da por vencido y se lanza a tomar la agenda donde hago estos apuntes. Ella vuelve a llamarle la atención, y él deja la agenda sólo porque le parece más divertido patear una puerta. Entonces le pregunto a la mamá que si él no tiene un balón con el que pueda entretenerse. Ella me explica que comprar juguetes, al igual que conocer el mar, son un lujo que luego de casi un año en la ciudad no se han podido dar.
–El hambre no espera –es su sentencia.
La casa, muy similar a las demás, es de retazos de madera y láminas de cinc. En la puerta esta familia ha puesto pequeñas barricadas para evitar el ingreso de las corrientes de agua. Una parte de la sala tiene cemento, pero Isaac y yo estamos sentados en unos bancos de tablas con patas incrustadas en la tierra. Arriba, los agujeros de las láminas de cinc, poco a poco dejan de filtrar la luz del medio día, y en su lugar comienzan a colarse hilos de agua que caen directamente sobre nuestros hombros. Isaac propone seguir la encuesta de pie. La mamá de Andrés se excusa:
–Ustedes perdonen las goteras –dice un poco avergonzada–. Tampoco tengo más donde se puedan sentar, qué pena.
–No hay problema, ya estamos terminando –dice Isaac.
–¿Usted cómo se llama? –me pregunta una de las hermanas de Andrés.
–Víctor –le respondo–.
–¿Y en qué colegio estudia? –no puedo evitar sonreír, hace muchos años que no me preguntan eso.
–Ya yo terminé el colegio, ahora estudio en la Universidad de Cartagena –ella hace un gesto de no comprender lo que digo–. ¿Y usted en qué colegio estudia? –le pregunto utilizando sus mismas palabras.
–¡Yo quiero estudiar en el JAIVEL! –expresa abriendo los ojos lo más que puede.
Ante tal exclamación, Isaac le sugiere a la mamá que considere la posibilidad de presentar los documentos de las niñas en ese instituto educativo de Olaya para ver si las becan.
–¡Ya quiero que salga el arco iris! –prorrumpe la hermana menor, viendo el sereno desde la puerta.
–¡Yo también! –dice la otra, como conversando entre ellas.
–Tiene todos los colores.
–Rojo, verde –cuenta con los dedos la mayor–, amarillo, azul…
–¿Y por qué quieren que salga el arco iris? –les pregunto.
–Porque el arco iris tapa la lluvia –me explica la mayor, mientras hace sobre su cabeza un techo con sus manos–, y no quiero que siga lloviendo.
De repente, escuchamos un golpe fuerte y seco en el piso. Es Andrés, que intenta jugar con una piedra del tamaño de un balón. Al parecer venía cargándola desde el patio y se le ha caído, por fortuna, no sobre sus pies. Su hermana mayor recoge forzosamente la piedra y la arroja a la calle llena de escombros. Andrés la persigue, y llora. Llora porque no puede salir a la calle a recuperar la piedra. La mamá lo consuela, le explica que es por su bien, y le da un portarretrato.
La encuesta ha terminado, se nos ha ido el medio día, y el sereno cada vez se hace más débil. El tiempo propicio para salir ha llegado. Nos despedimos de la señora y sus hijos. Isaac va en busca del resto del personal y da la señal de que debemos emprender el viaje de regreso. Uno por uno, los encuestadores se nos van sumando. El grupo sabe lo difícil que es este trabajo. Por eso los miembros de la organización se dan ánimos y consejos entre sí, y hablan de la lluvia y de las anécdotas del día. Mientras caminamos, Rafael me comenta sobre otra de las estrategias que utilizan en el barrio para subsistir: Unos cultivos sembrados en materas colgantes. Según me dice, eso se los ha enseñado a hacer una institución educativa del Gobierno Nacional. Pero, al parecer, luego de brindarles el conocimiento, los han abandonado. Esta institución no los asesora para crear microempresas con proyección, no hace ningún esfuerzo por comprometer a grandes empresas de Cartagena (hoteles y restaurantes) para que les compren los cultivos; de suerte que la mayoría se retira de esas actividades y vuelve al oficio del ‘rebusque’ diario. Rafael es consciente de ello porque en un tiempo estuvo vinculado a esta institución y le ha tocado ver en varias partes de Colombia que la historia se repite.
–Eso no llevaba a ningún lado, así que me salí de allí. Tenía un buen sueldo como profesor, pero me cansé de jugar con las esperanzas de la gente– Rafael detiene su relato porque a esta hora los equipos de sonido de la zona (los famosos ‘picós’) comienzan a gritar canciones a nuestro paso.
Volvemos a poner a prueba nuestra destreza apoyando los pies en los tramos que todavía están secos, y, por momentos, siguiendo el camino que nos marca una hilera de piedras (¿alguien dijo que Cartagena era una ‘Ciudad de Piedra’?). Debemos apresurarnos. Sobre nuestras cabezas los truenos amenazan con más lluvia. En pocas horas el sector por donde transitamos quedará convertido en un estanque. Lo mejor que podría pasar es que en cielo aparezca el arco iris de una vez y para siempre. Pero, aún teniendo las ganas de mirar hacia arriba, ninguno se atreve a apartar su vista del camino por temor a dar un paso en falso que lo suma en el fango. La única posibilidad que nos queda es esperar ver el arco iris reflejado en los charcos que tratamos de saltar, a pesar de que allí no se distingan sus colores.

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Fuente: Dominical, diario El Universal, Cartagena, diciembre 23 de de 2007, Nº 1128, págs. 2-3.

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5 comentarios:

  1. me alegra mucho que cada vez hayan mas voces que hablen de esta otra cara de la moneda de la cual debemos todos tener conciencia.
    un beso!!!!!!!

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  2. Hola. Para mi es un gran placer poder leer un texto tan interesante como este, pues uno ve que no solo es un texto descriptivo, sino también un texto altamente humanista. Sigue haciendo escuchar tu voz.

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  3. DOS COSAS
    COSA 1. que gran piropo ver mi cuento al margen izquierdo de tu blog.

    COSA 2. Esta cronica me conmueve profundamente, es una verdadera lastima que nuestra gente se pudra en medio del barro. hay que hacer algo. la linda y farta cartagena tiene una cara menos bella. su gente humilde. que tratan de ocultar para la verguenza de los otros.

    beso.

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  4. No sé bien qué comentarte, pero como que me aplastó una ola de emoción del porte de Asia.
    No quiero sonar cliché pero ahí voy: estás haciendo un MUY buen trabajo.

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  5. la verda es una historia muy conmovedora me a tocado. y me llena de felicidad saber que hay quienes dejan su vida normal llena de comodidades para sentir el sufrimiento de muchas familias cartageneras . y dar a conocer a la verdadera cartagena que esta muy alejada de todas aquellas ideas que los medios han querido vender. esta es la cartagena bonita por la cual debemos luchar. me encanto. siempre me ha llenado de rabia el saber que todos miran a cartagena como aquel paraiso vacacional en donde los problemas y las dificultades estan muy lejos de ocurrir, esta es cartagena la que tu nos has mostrado en esta cronica, muy buena.

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