A sus escasos veinte años, ha cruzado tres veces de México hacia los Estados Unidos de manera ilegal: la primera, cumplidos doce meses de nacido, con una visa falsa que le compró su padre; la segunda y la tercera, por el río que divide ambos países, sobre un neumático.
Por Víctor Menco Haeckermann
Lo conocí en la cafetería de la Universidad de Texas-Pan American –a 30 minutos de Reynosa, México–, donde estudia Ingeniería Civil con altas calificaciones. Hemos comido varias veces junto a otros estudiantes de diferentes nacionalidades, pero en esta ocasión que nos hemos quedado solos, me suelta una frase que me deja frío: “Yo soy un indocumentado”, usando cuidadosamente esta palabra para reemplazar la despectiva ‘ilegal’.
Como miles de mexicanos, Ricardo Alandete* tiene familia en ambos países, algo que, para comenzar, parecen ignorar los dirigentes nacionales; de la misma manera en que las tribus masái, milenariamente nómadas, se han visto afectadas en el cultivo de sus alimentos por la división geopolítica de África. En este caso, Ricardo hace parte de una tradición binacional que consiste en que los padres vienen a laborar a Estados Unidos, no necesariamente a quedarse a vivir aquí en caso de contar con visas de trabajo. Pero a él y a sus familiares siempre se las han negado, lo cual, paradójicamente, ha incrementado la inmigración ilegal: “Como los papás no pueden volver a México, se traen a su familia”.
En la época en que la policía de migración solo entrevistaba a los viajeros, su padre se vestía como un dandi y tomaba un vuelo lo más lejos posible de la frontera. A su arribo, el señor Marcos Alandete, cuyas cuentas estaban tan vacías como sus bolsillos, decía que venía en viaje de negocios. Al salir del aeropuerto, se aventuraba a buscar oportunidades laborales bajo la noche fría de una metrópoli.
Al año de haber nacido Ricardo, el señor Marcos compró visas falsas para su esposa y sus dos bebés. El trato consistía en que pasaran entre las nueve y diez de la noche por el punto de control, donde el policía estadounidense de turno se haría el de la vista gorda. Cuando llegaron al punto, todo salió como lo planearon. Estando del otro lado, le dijeron a un taxista que los llevara a un sitio donde pasar la noche, y este los condujo a la casa de un familiar. De allí, se fueron a vivir a Dallas, ciudad en la que Ricardo estudió hasta los seis años, porque entonces su abuela, cansada de vivir en alquiler, se los llevó a él y a su hermana para México.
Extranjero en su propio país
Aunque le habían enseñado que era mexicano, no conocía su país de origen. “Nada más cruzando el puente, quería regresarme”, cuenta Ricardo. “Yo esperaba ver edificios, igual que en Dallas, pero eran puras parcelas. Yo me imaginaba que iba a ser como el DF, lo que miras en la tele”. A la pobreza de la infraestructura escolar (carencia de papel de baño en las instituciones, salones en ruinas, maestras sin preparación, etc.), se le sumaron la inutilidad del inglés, la adaptación a la vestimenta y la celeridad en el ritmo de la educación (no sabía escribir, como sus compañeritos, porque en EE.UU. el currículum es diferente). “Odiaba todo”.
Con el tiempo, aprendió a ver el lado bueno de México: la libertad que ofrece la vida lejos del consumismo. Cumplidos 10 años, su padre, a quien extrañaba profundamente, volvió por él. Había sido una mala decisión la de su abuela porque, aunque vivieran en casa propia, pasaban mucha necesidad. Ya Ricardo tenía dos hermanos nacidos en Estados Unidos, además de otros familiares que tenían sus documentos en regla. El problema ahora era cómo volver a tierras texanas.
En varias ocasiones estafaron a su padre: “Una vez un señor nos dijo que un amigo suyo en la embajada vendía visas. Mi papá le pagó quinientos dólares por cada uno y el señor detuvo su coche, nos bajó y allí mismo, en la calle, sacó un telón blanco y nos tomó las fotos. Al día siguiente, se había desaparecido”. Desmotivado por este tipo de incidentes, su padre cambió de estrategia: por el río.
–¿Cómo consiguen esos contactos? –le pregunto.
–En México, a cualquiera que le preguntes te puede dar información de cómo cruzar a Estados Unidos. Te dicen: “A lo mejor, mi tío sabe”, o algo así.
En aquella época, no estaban, como ahora, las bandas de narcotraficantes en su furor (que suelen matar a quien no les pida permiso), sino solo las bandas de coyotes, algunas de ellas aliadas de la policía estadounidense o de cazadores ‘gringos’ que, en la orilla texana, servían de informantes de los patrullajes por una comisión; pero siempre ha existido el riesgo de ser estafados y abandonados en mitad del Río Bravo. Sin embargo, lo que más temían el pequeño Ricardo y su hermana era que se los llevara la corriente. Para disminuir los riesgos, la banda solía atar dos cuerdas al neumático y sujetaban los extremos a cada orilla. Mientras un coyote nadaba halando el neumático, el de atrás iba soltando la cuerda y el de adelante cobraba la suya.
En esta ocasión, les tocaba subirse uno por uno, con una muda alterna envuelta en bolsa plástica para después poder cambiarse la ropa mojada. Pero durante el primer viaje, cuando estaban sumergidos hasta las rodillas, Marcos Alandete notó que algo estaba mal. El coyote que los cruzaba se detuvo, se dio vuelta y, con tristeza en la mirada, dijo: “Discúlpeme, yo no sé nadar”. “Mi papá lo quería ahorcar –recuerda Ricardo, riendo–. Imagínate: ¡terminó montando al ‘wey’ en el neumático conmigo y nos cruzó a todos nadando!”.
El accidente
Al año y medio de estar en El Progreso, Texas, algo salió mal. Ricardo y sus hermanos iban a bordo de una van manejada por su madre cuando sintieron un choque con una moto. El motociclista se fue al suelo, mientras la señora, indocumentada, se asustó y emprendió la huía. La siguió un policía encubierto hasta su casa y la capturaron. Un juez determinó que el culpable del accidente había sido el motociclista; pero al huir, ella había incurrido en un delito, así que la metieron presa. Llevaba tres meses en la cárcel cuando le dieron dos opciones: contratar a un abogado para que la defendiera y tramitara su estatus legal, lo cual tardaría otros meses, más los gastos; o firmar la salida voluntaria de EE.UU., con la que quedaría libre. Cansada de estar en cautiverio, optó por lo segundo: la montaron en una van de la policía y la dejaron en una plaza de Reynosa, donde no conocía absolutamente nada ni a nadie. “A los reincidentes los avientan hasta Yucatán (sur de México) para que no vuelvan más”, cuenta Ricardo. A su madre se le ocurrió empeñar lo más valioso que tenía: unos aretes. Con el dinero recibido, pudo llamar a su esposo y sus dos hijos, que, sin pensar en las consecuencias, se fueron a México a verla.
La tercera vez
A los cinco meses, viendo la mala situación económica, su papá –que en total ha franqueado el borde sin documentos una veintena de veces– volvió a emprender la travesía. Pasaron unos años para que Ricardo, convertido en un adolescente, decidiera migrar a trabajar (también de manera ilegal) junto a su padre con el fin de ayudar a solventar las necesidades de su familia. Entonces Marcos regresó a México y los volvió a atravesar por el río, pagando un monto que hoy asciende a los mil dólares.
–¿Cuándo fue la última vez que tu papá cruzó?
–Hace como un año. Fue al sepelio de una hermana. Como no tenía con qué pagar, se vino solo… nadando. Recordó los lugares por donde lo habían cruzado. Andaban bastantes agentes de migración dando vueltas con perros. Duró un buen rato en las ramas de un árbol pero, como estaba vestido de café, no lo vieron.
–¿Y cuándo fue la última vez que supiste de alguien que cruzó?
–Hace como dos meses, un primo mío.
–¿Cómo es la relación con tus dos hermanos estadounidenses?
–A pesar de que a cada rato hablo con ellos sobre esto, mis hermanos pequeños no ven la magnitud de las cosas. Una vez, mi hermanita dijo (en tono de enojo): “En la escuela, los mexicanillos no hablan, son tímidos”. Le dije: “No manches, ¿tú no ves que yo la estoy pasando igual? Es algo nuevo para ellos, tú no puedes criticar a la gente sin saber por lo que están pasando”.
Debido a su buen comportamiento, Ricardo Alandete resultó beneficiario de la Acción Diferida, una orden ejecutiva dada por el presidente Obama un mes antes de culminar su primer periodo, con la que se les permite a los indocumentados vivir y trabajar legalmente, pero que no promete un arreglo de su estatus migratorio. Algunos de sus compañeros, apenas obtuvieron el permiso, dejaron la universidad, que alberga a unos seiscientos indocumentados (pues hay leyes que les permiten estudiar sin problemas). Él, por su parte, piensa que la educación es vital para la obtención de futuros permisos. Sus padres, de otro lado, no se postularon porque tienen antecedentes de deportación.
A pesar
de todo, él no se hace ilusiones con la orden de la presidencia porque no es
una ley sino una decisión política. Ya una vez vivió el desarraigo y no lo
quiere volver a experimentar; por esa razón, casi no se le ve hablando en
inglés en su vida diaria (excepto en clases) y sus amistades son en su mayoría
de cultura mexicana. Al preguntarle si eso también influye en el área
sentimental, responde que no se siente cómodo saliendo con una mujer
angloamericana sin haber perfeccionado el inglés, el cual no practica con
motivación precisamente porque en cualquier momento las autoridades le pueden
interrumpir todo lo construido. “Si yo tuviera mis papeles, mi vida sería
diferente: aspiraría a cosas más grandes, me involucraría más en la sociedad de
este país”, confiesa. Pero como la deportación asecha, prefiere vivir en “la
realidad”. Hacia la cultura estadounidense, solo se cruza de visita.
*Los nombres han sido cambiados para proteger el anonimato de las personas involucradas.
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