(Reseña)
Por Victor Menco Haeckermann*
Miguel Torres Pereira. Estación del instante. Colección Los Conjurados, Bogotá, 2007. 73 páginas.
Cuando los hombres, necesitados de luz y calor perpetuos, recibieron de Prometeo el fuego robado a los dioses, sabían que les sobrevendría un castigo. La mitología griega nos habla de las plagas que por esa causa Zeus mandó al mundo, contenidas en la Caja de Pandora. Pero el poemario Estación del Instante, del escritor colombiano Miguel Torres Pereira, nos revela un castigo más doloroso: El fuego, en las manos de los humanos, nunca sería eterno como el fuego del Olimpo.
Fue entonces que el hombre –si preferimos la recreación del mito que hace el poeta– entendió instintivamente que la llama sería frágil en sus manos. Temeroso de perderla para siempre, la resguardó de la lluvia y el viento en el fondo de la caverna. Allí le construyó un altar y prometió avivarla cada cierto tiempo con el pasto seco de los campos, y sacarla a la intemperie sólo en pequeñas porciones, de antemano destinadas a perecer.
Esta es una de las lecturas que nos permite entender al hombre del que nos habla el poeta Torres Pereira (Arjona, Bolívar, 1960), autor también del poemario De luna y piel en otro ámbito (1996). Este sujeto, a pesar de que se encuentra en la civilización, todavía le teme al regreso de la oscuridad perpetua como castigo divino: “Tal vez esta sombra que se escurre / sea la medida exacta de mi miedo”. Vive aún en ese universo, ya no primitivo, sino primigenio, elemental, como se refleja en el poema Atrapando un poco de luz: “Bastó la orilla vacilante de las seis de la tarde / para entender que aún quedaba luz / entre mis manos / Bastó el corredor apretado de penumbras / para saber que mi madre me pediría prestada / la luz que atrapé para encender su lámpara / y convocar una legión de sombras […] Ahora comprendo por qué la ventana / permanece cerrada / Mamá cree que la noche apagará su lámpara / teme que la poca luz que aún queda en mis manos / la gasten las luciérnagas para pintar su abdomen / y la noche nos devore”.
Como hemos visto, una vez que ha perdido el fuego, este hombre se aferra, como última esperanza, a la claridad de la tarde o a la luz que le ofrecen los relámpagos en medio de la noche (la otra tarde). Necesita así sea de esos destellos de claridad para encontrarse a sí mismo: “En el celaje del relámpago / hallé el camino de la infancia […] Infancia sagrada ungida con hierbas y asombros / festejada en el filo de la luz / con una ronda de pocas voces / Sólo éramos tres anudando / miedos en el reclamo del trueno / en la desolación de los espejos / en los baúles y su abandono / Sólo éramos tres en medio de la tarde / en el corazón de la noche”.
Los tres capítulos del libro: Atrapando un poco de luz, Orillas confesadas y En otro ámbito, están atravesados por esa condena que padece el yo poético: elementos como el humo, indicio del fuego, le recuerdan a su padre inaugurando el día con una fogata como si con ella encendiera la luz diurna, o su abuelo reduciendo el tiempo al fuego. A ese mismo humo le suplica: “Muéstrame las cavernas y su incendio milenario / las erupciones y el rayo / que confiesan tu presencia fragosa / cuéntame de Prometeo y la antorcha / que encendió en la esfera del sol / del tabaco del abuelo y sus dos leguas de camino”.
El fuego terrenal está condenado a extinguirse, es el destino terrible. Es una metáfora de la vida, ya que la vida es una de las estaciones del Ser, o, ese instante que le regala la muerte; de la misma manera en que el fuego, en esencia, contiene su propia ruina: “Fue Prometeo jugando con los hombres / quien se atrevió a colocar en sus manos / el fuego / mi promesa de ceniza”. Sin embargo, el poeta, hijo directo de Prometeo, parece tener su contra-venganza. Porque, a pesar de todo, la luz de los dioses (el sol, el rayo, las estrellas, la luna y todo lo incandescente de la naturaleza) también se vuelve frágil si pasa por el lenguaje poético: al fin y al cabo hay un “relámpago que perece en la tiniebla”, “El aljibe se estremece / Su intimidad de agua / aloja una luna que se deshace / bajo diálogos de lluvia”.
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*Escritor e investigador literario.
Miguel Torres Pereira. Estación del instante. Colección Los Conjurados, Bogotá, 2007. 73 páginas.
Cuando los hombres, necesitados de luz y calor perpetuos, recibieron de Prometeo el fuego robado a los dioses, sabían que les sobrevendría un castigo. La mitología griega nos habla de las plagas que por esa causa Zeus mandó al mundo, contenidas en la Caja de Pandora. Pero el poemario Estación del Instante, del escritor colombiano Miguel Torres Pereira, nos revela un castigo más doloroso: El fuego, en las manos de los humanos, nunca sería eterno como el fuego del Olimpo.
Fue entonces que el hombre –si preferimos la recreación del mito que hace el poeta– entendió instintivamente que la llama sería frágil en sus manos. Temeroso de perderla para siempre, la resguardó de la lluvia y el viento en el fondo de la caverna. Allí le construyó un altar y prometió avivarla cada cierto tiempo con el pasto seco de los campos, y sacarla a la intemperie sólo en pequeñas porciones, de antemano destinadas a perecer.
Esta es una de las lecturas que nos permite entender al hombre del que nos habla el poeta Torres Pereira (Arjona, Bolívar, 1960), autor también del poemario De luna y piel en otro ámbito (1996). Este sujeto, a pesar de que se encuentra en la civilización, todavía le teme al regreso de la oscuridad perpetua como castigo divino: “Tal vez esta sombra que se escurre / sea la medida exacta de mi miedo”. Vive aún en ese universo, ya no primitivo, sino primigenio, elemental, como se refleja en el poema Atrapando un poco de luz: “Bastó la orilla vacilante de las seis de la tarde / para entender que aún quedaba luz / entre mis manos / Bastó el corredor apretado de penumbras / para saber que mi madre me pediría prestada / la luz que atrapé para encender su lámpara / y convocar una legión de sombras […] Ahora comprendo por qué la ventana / permanece cerrada / Mamá cree que la noche apagará su lámpara / teme que la poca luz que aún queda en mis manos / la gasten las luciérnagas para pintar su abdomen / y la noche nos devore”.
Como hemos visto, una vez que ha perdido el fuego, este hombre se aferra, como última esperanza, a la claridad de la tarde o a la luz que le ofrecen los relámpagos en medio de la noche (la otra tarde). Necesita así sea de esos destellos de claridad para encontrarse a sí mismo: “En el celaje del relámpago / hallé el camino de la infancia […] Infancia sagrada ungida con hierbas y asombros / festejada en el filo de la luz / con una ronda de pocas voces / Sólo éramos tres anudando / miedos en el reclamo del trueno / en la desolación de los espejos / en los baúles y su abandono / Sólo éramos tres en medio de la tarde / en el corazón de la noche”.
Los tres capítulos del libro: Atrapando un poco de luz, Orillas confesadas y En otro ámbito, están atravesados por esa condena que padece el yo poético: elementos como el humo, indicio del fuego, le recuerdan a su padre inaugurando el día con una fogata como si con ella encendiera la luz diurna, o su abuelo reduciendo el tiempo al fuego. A ese mismo humo le suplica: “Muéstrame las cavernas y su incendio milenario / las erupciones y el rayo / que confiesan tu presencia fragosa / cuéntame de Prometeo y la antorcha / que encendió en la esfera del sol / del tabaco del abuelo y sus dos leguas de camino”.
El fuego terrenal está condenado a extinguirse, es el destino terrible. Es una metáfora de la vida, ya que la vida es una de las estaciones del Ser, o, ese instante que le regala la muerte; de la misma manera en que el fuego, en esencia, contiene su propia ruina: “Fue Prometeo jugando con los hombres / quien se atrevió a colocar en sus manos / el fuego / mi promesa de ceniza”. Sin embargo, el poeta, hijo directo de Prometeo, parece tener su contra-venganza. Porque, a pesar de todo, la luz de los dioses (el sol, el rayo, las estrellas, la luna y todo lo incandescente de la naturaleza) también se vuelve frágil si pasa por el lenguaje poético: al fin y al cabo hay un “relámpago que perece en la tiniebla”, “El aljibe se estremece / Su intimidad de agua / aloja una luna que se deshace / bajo diálogos de lluvia”.
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*Escritor e investigador literario.
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