Crónica: Palomas nocturnas


Crónica del Parque Fernández de Madrid.

Por Victor Menco-Haeckermann
América te envidia, Europa altiva;
porque bajo tus pies se halla un abismo
de servidumbre, lágrimas y horrores,
y el feroz despotismo,
áspid mortal, se oculta entre las flores.

Fernández de Madrid

La vida sexual de las palomas es agitadísima. P
or lo menos eso era lo que se observaba hasta hace poco tiempo en el Parque Fernández de Madrid. Si uno llegaba a eso del medio día y se sentaba en una de las bancas de madera, en el claroscuro que el sol y la sombra de los almendros dibujaban conjuntamente en el piso, se observaba a las palomas corretearse unas a otras (y levantar de paso el polvillo de la tierra), algunas de las cuales terminaban haciendo carreras tan fatigosas que por momentos irrumpían en el camino enlosado que atraviesa el parque, robándole la sonrisa a algún transeúnte.
El cortejo del palomo a la paloma incluía –además de dar vueltas en círculos– tener que sortear toda una serie de obstáculos entre los que
se contaban los arbustos, las raíces de los almendros, las ramas desprendidas de las palmeras, las vallas que dividen los jardines del camino, los setos vivos, los puestos de ventas ambulantes, los pies de las personas que pasaran por allí o descansaran en esos momentos, y hasta la estatua del poeta y científico cartagenero José Fernández de Madrid (más conocido por su faceta de prócer independentista). Sólo cuando una paloma se sentía molesta, por el acoso de otra, decidía alzar un corto vuelo que le permitiera alcanzar una rama de los almendros (al parecer, en esas condiciones se dificultaba el acto). Pero, mientras tanto, la mayoría de las palomas prefería andar en el suelo, picoteando en busca de alimento.
Una paloma podía ir, por ejemplo, a quitarle a otra un grano de maíz de pico a pico, y terminar dándole un beso intenso, a partir del cual surgía el cortejo. Las más enérgicas erizaban sus plumas para aumentar su tamaño y elegancia. Con la llegada silente de la tarde, el sonido de las palomas se hacía más audible; pero en todo caso eran como conversaciones íntimas que sólo escuchaban los curiosos.
Varias personas solían dormir sentadas en las bancas del parque, mientras un perro callejero, negro y flaco, también se rendía a ese mismo sueño de los humanos, en otra de sus incomprensibles muestras de fidelidad. De súbito, uno que otro durmiente se despertaba herido por la luz del sol que se filtraba por entre aquellos almendros que parecían agujereados por fuerza de las lluvias de un invierno antiguo. Entonces, al igual que el hombre, el perro debía cambiar de lugar y alojarse en otra sombra. Y, en ese momento, las palomas advertían la presencia del canino, por lo que suspendían sus actividades para salir corriendo-volando lejos de su alcance.
El perro podía seguir moviéndose, una y otra vez, hasta que cayera la noche y las palomas desaparecieran y en su lugar sólo se vieran chicas cuya edad oscilaba entre los 16 y 18 años, pero que a simple vista podían pasar como universitarias, a no ser porque una mirada más aguda revelara que no llevaban morrales ni mochilas, sino maquillajes y ropas que les hacían aumentar los años y los senos.
Acompañadas también por aves de toda clase, estas palomas nocturnas revoloteaban por el parque a la espera de algo, algo que mi inexperta mirada no me permitió distinguir la primera vez que la noche me sorprendió en ese lugar y una de ellas se me acercó buscando lo que pensé era una buena conversación, y que luego comprendí de un latigazo hilvanado a unas cuantas palabras susurradas al oído:
–¿Y a dónde me quieres llevar?
Los clientes, casi todos extranjeros (turistas europeos y norteamericanos), por lo general daban una vuelta alrededor del parque, conseguían con un jíbaro algo de coca o marihuana, y terminaban llevándose a estas chicas a los moteles cercanos. Lo más seguro es que desde siempre ellas supusieran que debían salir de allí, puesto que los rumores de que inversionistas extranjeros, incentivados por la industria del turismo, comprarían las ruinosas casas de los alrededores para remodelarlas, venían acompañados de un incremento del alumbrado público y una mayor atención de las autoridades locales.
No tuvo que transcurrir mucho tiempo para que la sospecha se hiciera realidad. Con el aumento de la inseguridad, las autoridades y los inversionistas comenzaron a establecer puestos de vigilancia en las puertas de los nuevos y lujosos restaurantes y hoteles, y acto seguido las esquinas del parque fueron custodiadas por agentes policiales.
No se supo ni cómo ni cuándo se hizo el desalojo, ni siquiera si efectivamente lo hubo, o si ellas, advirtiendo las pocas probabilidades de sobrevivir en esas condiciones, partieron en busca de otra sombra; sólo se supo que una noche el parque se quedó sin palomas.

Fuente: Dominical, diario El Universal, Cartagena, febrero 10 de 2008, Nº 1135, pág. 2.

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3 comentarios:

  1. este texto ya lo habia leido... aunque no lo creas soy de los que paso por aqui a menudo para ver con que locura nueva sales... jejejjeje

    saludes...

    te estoy llamando o escribiendo para mi despedida de soltero...

    abrazos

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